No pude, por más que quise. Aré en el mar, aré ante miles que querían ser espectadores también.
La cola para entrar a las tribunas del Paseo Los Próceres comenzaba a unos 5 minutos caminando a paso rápido. El gentío era impresionante. El cuchucheo, las palabras cliché, las sonrisas nerviosas, todo era rojo, todo era Chávez hecho tributo.
Líder supremo, comandante, fascistas, guarimberos, pitiyankies, revolución, Chávez, Chávez, Chávez. Palabras que oía mientras caminaba hacia el punto de acceso al lugar del desfile. Mi carnet de prensa me ayudó a saltarme el colón humano, pero llegó un momento en el que se trancó el acceso. ¡Mira, carajito, haz la cola!, me gritó uno. A palabras necias, oídos sordos. ¿Por qué lo dejan avanzar a él? ¡¿Acaso es el hijo de Chávez?!
Cuando me vi tan cerca pero tan lejos de poder ver decentemente el desfile, aquello se convirtió en un despelote. Cuerpo con cuerpo. El sudor ajeno y el mío era una sola gota. Las pieles de diferentes tonos y contexturas se mezclaron e hicieron un bollo humano. El aliento era compartido y, además, la única manera de ventilarse la pollina.
A mi lado estaba una señora mayor, de 86 años. Dura y resistente la señora. Los empujones que iban y venían la mecían cual cristo en una procesión. ¡Ay, mijito. Ay, mijito, cójeme la mano que me tumban! Y el grito estruendoso: ¡¡Noooo empujeeeen!! Y aquél calor. Y aquél solazo que se prestaba.
¡Hay una niña aquí, no empujen por favor! ¡Ay, mijo, ten aquí este termo que me está arrancando un dedo!, me dijo la señora.
¡Hay una niña aquí, no empujen por favor! ¡Ay, mijo, ten aquí este termo que me está arrancando un dedo!, me dijo la señora.
Mi mano y la de ella era un solo tronco.El quejido era repetitivo, pero ella seguía ahí. No se iba a ir por nada del mundo. El día de Chávez es con Chávez.
Las fuerzas de todos hacían efecto dominó. Empujaban hacia el frente, y de regreso venía el empujón que nos llevaba al mismo lugar. Los guardias se montaron en una silla para controlar a la gente y rápido vi cuando no había ni soldados ni silla. Eran objetos tirados en el piso. En ese momento me perdí de la doñita. El termo lo abandoné al rato.
Un toldo en el que se encontraba el acceso (con detector de metales) se mecía pa’ allá y pa’ acá. Venía gente de adentro, y nosotros de necios que queríamos entrar. No era yo solo, éramos miles. Éramos ya un pegoste ocre que quería ver el desfile. Adentro, en las tribunas, eso ya estaba a reventar.
Y comenzaron entonces los desmayos. De adentro hacia afuera piloteaban a una niña que se había desmayado. Las manos de todos la mantenían en el aire y la pasaban hacia atrás. Y venía enseguida otra emergencia. ¡Abran paso que este niño tiene ganas de vomitar! A nadie le dio asco. Yo me planeé hacia un lado, empujando, naturalmente.
Suficiente. “Los objetivos que me planteé no fueron logrados”. Desfile un carajo. Fotos un carajo. Me fui saliendo hasta que encontré el aire. Lo respiré todo, hasta el dióxido de carbono de los árboles.
Caminando de regreso, la cola seguía igualita. Los guardias habían acordonado la fila para que más nadie pudiera entrar. No fui el único que se quedó con las ganas de ver el desfile. Quizás otros zapatearon de la rabia y la impotencia. Yo agarré camino a casa.
Cuando llegué, en cadena nacional estaba el desfile. Bellísimo y muy cívico que se veía en la televisión. Como si yo no hubiese estado ahí. Pero así son las masas, así se mueve la gente en esos pagos. Para la próxima me voy tempranito a agarrar puesto.
JORGE AGOBIAN | @jorgeagobian
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